¡El rosa es de niñas!


                                                                                           ¡Dios, no juzgues --- no fuiste
                                                                                           una mujer sobre la tierra!

                                                                                           - Marina Tsvietáieva, Noche mia, rival mia
                                                                                           (1915)






     Si les dijera que mi madre es la mejor madre del mundo me responderían que eso es imposible porque sus respectivas son las mejores. Este es uno de esos maravillosos casos, por extraordinarios, en el que todos diríamos la verdad y no estaríamos en contradicción. Permítanme, no obstante, para que sepan ustedes que no me falta razón, presentársela al conjunto de ojos amigos que esto leen.

     Mi madre nació en un pequeño pueblo de Extremadura en el año 47 gemela de un hermano que fue inseparable para ella durante toda su niñez: el hambre. Tuvo además otros diecisiete hermanos, muchos de ellos víctimas de las garras de "las fiebres" - ya saben: tuberculosis a veces, quizá polio, tal vez alguna cosa inclasificable en aquellos tiempos tan cercanos pero que nos parecen a un mundo de distancia. Sobrevivió lo mejor que supo - y que le dejaron. Creció, emigró a otra región de España algo olvidadiza de su pasado, y finalmente, con el paso de los años, se afincó en Sevilla. A pesar de que cuenta con alegría y sonrisa perenne aquellos años de juventud, lo sufrido no es poco: primero el hambre, luego la migración, más tarde un marido pendenciero y maltratador, después la precariedad laboral por su condición de mujer, la fatiga siempre presente de quien trabaja 18 horas diarias para sacar adelante a sus tres hijos, y luego, en la madurez, una enfermedad terrible a la que lleva décadas resistiendo con la garra y la bravura que tiene en esa generación de nuestro país su máximo exponente. Este es el croquis de la vida de mi madre: por desgracia es el croquis de la vida de muchas madres.

     Mi madre es la mejor madre del mundo, ya les digo, y es - como el que esto lee, como yo mismo, como los que vengan tras nosotros - hija de su tiempo. Para mi madre el rosa es - ¡estoy seguro que ya lo han adivinado! - un color de niñas. O era, mejor dicho. Porque el paso de los años y el siglo XXI también trajo consigo un cambio en la percepción de los colores: ahora lo colores son eso, colores. Pero no era así hace algunas décadas cuando este peina canas que les suscribe estas letras nació. Les cuento.

     El muro de Berlín llevaba poco destruido cuando yo tenía unos 6 años. Era Navidad. Recuerdo perfectamente aquella Navidad porque la anterior los Reyes Magos me habían traído el barco pirata de Playmobil y yo había pedido ilusionado para ese Día de Reyes que se acercaba la Isla de la misma marca: ¡comprenderán que mis bucaneros necesitaban un sitio seguro donde guardar su botín después de un año entero en la mar! Pero además pedí unos libros, unos soldados y tanques - todo hasta aquí bien - y, ¡oh drama vorágine infernal!, un Nenuco Cagón. No recuerdo el nombre exacto del muñeco, pero era uno de estos muñecos que comían una papillita, la pedían llorando, y bebían de un biberón y hacían aguas menores y mayores en unos pañales que se les podían cambiar. Para mi era una cosa absolutamente maravillosa. Mi madre... no opinó lo mismo. Perdón, los Reyes Magos, quería decir.






     Durante las semanas previas al día de Reyes mi madre me preguntó en diversas ocasiones si estaba seguro de pedir eso, si no me habría confundido yo e imaginaba lo que no era. Yo le decía que me gustaba mucho y que lo podía cuidar muy bien, que mi Nenuco Cagón no iba a pasar hambre ni sed - ¡inocencia, bendito tesoro! Mi madre, de nuevo a la carga, me decía que ese muñeco no era para mi, y me invitaba a fijarme en la foto del catálogo de juguetes donde se veía todo muy rosa y con una niña de pelo largo como protagonista. Su dedo apuntaba directamente a la niña. Yo no comprendía en absoluto el motivo por el cual ese juguete no podía estar hecho para mi: ¿acaso no tenía yo oidos para escucharlo llorar, y manos para alimentarlo y cambiarle los pañales?

     Al final, tras mi constante insistencia y mi perseverancia en mi Nenuco Cagón, un día me dijo que ese muñeco era para niñas, que eran las niñas las que tenían que jugar con él, que si prefería podría pedir más soldados, coches, un balón, una grúa... Yo estaba perplejo, no porque las niñas pudieran jugar con él, ¡sino porque yo no podía! Insistí en mi Nenuco; claro que insistí. Al final mi pobre madre me preguntó con una mezcla de miedo y angustia: "Yeray, ¿tú quieres ser una niña?" Mi respuesta me parece a la luz de hoy magistral en su inocencia: "Yo soy Yeray, ¿pa' qué quiero ser una niña?" Escribí mi carta a los Reyes, la eché en su correspondiente Cartero Real que me llenó de caramelos; todavía está la foto en algún álbum. El día de Reyes llegó, con más regalos de lo habitual - sospechoso - y por supuesto el Nenuco Cagón no estaba. En aquel momento, tras tanta insistencia y triquiñuelas por parte de mi madre, era lo que más quería. Y allí no estaba. Jugué todo ese día con mis nuevos juguetes, por supuesto, pero esa noche le pedí al Niño Jesús - era costumbre para mi hablarle por las noches - que trasladara mi queja a los Reyes Magos por el profundo desagravio cometido hacia mi persona: ¡alguien tenía que explicarme, aunque fuera la Divinidad, porque no tenía yo mi Nenuco Cagón! No les sorprenderá si les digo que estuve pidiendo el dichoso muñeco durante varios años, y tampoco les sorprenderá si les digo que nunca llegó. Tampoco llegaron respuestas a mis quejas hacia los Reyes Magos; es lo que tiene tener un servicio de atención al cliente de unos dos mil años de antigüedad, supongo.





     Y empezó a llover. Llovió tanto que casi sin darme cuenta pasé de escribir las cartas a Sus Majestades de Oriente a afeitarme primero una vez por semana, hasta que ahora mínimo mejor que lo haga a diario si no quiero que me ofrezcan ayuda por la calle. Crecí, me enamoré, y recuerdo con alegría el nacimiento del sobrino de mi pareja de por aquel entonces. Pasó mucho tiempo de sus primeros años con nosotros - ¡qué titos más orgullosos! - y tenía mucho contacto con mi querida madre también, que lo adoraba. Recuerdo perfectamente como una tarde del mes de diciembre, cercana ya la Navidad, y estando al calor de la estufa, el infante repleto de inocencia quería pedir sus juguetes a los Reyes Magos esgrimiendo sin verguenza lápiz y goma - que un error puede cometerlo cualquiera, y hay que estar preparados.

     Se están imaginando ya lo que pasó, ¿verdad? Sí, así es: entre otras cosas - un Hulk, una pelota, el martillo de Thor - quería una muñeca, una princesa Disney concretamente. ¡Oh eterno retorno, cruel vida, rueda fortuna implacable que nos traía de nuevo el drama a esta piadosa casa! Pero... no. Mi madre le dijo emocionadísima que ella iba a pedirle la princesa a los Reyes Magos y que si se portaba bien también le podría pedir una segunda princesa, para que tuviera más. Me faltó alzar los brazos al cielo y clamar por mi Nenuco Cagón en aquel momento, pero por respeto a mis propios años lo evité.

     En un momento en la cocina, cuando ya la sorpresa fue a menos atenuada por el paso de los minutos, le pregunté a mi madre por aquel muñeco que pedí, por su cambio de opinión, por qué ahora sí podía regalar las princesas. Me miró pausada, me señaló a un mueble con vasos al que ya le cuesta llegar y me dijo: "¿Podrías cogerme uno?" Alcé la mano con facilidad, lo agarré y se lo di. "¿Podrías haberme dado ese vaso cuando tenías cuatro años?" - me preguntó, mirándome. "No, claro que no." - le contesté con algo de extrañeza. "Por supuesto que no, pero ahora sí que puedes, porque con el paso del tiempo eres capaz de llegar más lejos. Pues yo... también."


(A todas las madres de la generación más excelente que ha dado España; no estaríamos en esta batalla sin vosotras, y por vosotras, con vosotras y siempre, siempre, siempre, para vosotras)






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